A menudo, el cáncer de tiroides se descubre durante los chequeos de salud regulares, o cuando las personas detectan un bulto en su cuello [1]. Para verificar un diagnóstico, los profesionales médicos suelen emplear una combinación de exámenes físicos, análisis de sangre, pruebas de imagen y biopsias [2]. Durante un examen físico, su proveedor de atención médica palpará su tiroides en busca de cualquier crecimiento o bulto, a los que se refiere como nódulos [3]. También podrían inspeccionar su cuello y garganta en busca de signos de ganglios linfáticos hinchados, lo que podría ser una señal de cáncer [4].
Los análisis de sangre pueden ayudar a determinar si su tiroides está funcionando como debería [5]. Aunque estas pruebas no pueden diagnosticar el cáncer de tiroides, pueden indicar si la tiroides está funcionando correctamente [6]. Las pruebas de imagen como ultrasonidos, tomografías computarizadas o resonancias magnéticas pueden ofrecer una vista completa de su tiroides y los tejidos a su alrededor, ayudando a los médicos a detectar cualquier crecimiento inusual [7].
El método más concluyente para diagnosticar el cáncer de tiroides es una biopsia [8]. En este procedimiento, se extrae una pequeña pieza de tejido de la tiroides, generalmente con una aguja fina, y se examina bajo un microscopio en busca de células cancerosas [9]. Este proceso, conocido como aspiración con aguja fina (FNA), a menudo se guía por ultrasonido para asegurar la precisión [10].
En ciertas situaciones, se podría sugerir una prueba genética [11]. Algunas mutaciones genéticas están asociadas con un mayor riesgo de cáncer de tiroides, e identificar estas puede ayudar a tomar decisiones de tratamiento